Cualquier persona con una visión normal usa el centro de su retina para ver con la mayor resolución y precisión posible. Esto es así porque en ese punto tenemos una pequeña mancha (la mácula), que incluye una depresión de apenas dos décimas de milímetro de diámetro, menor que la punta de un alfiler, pero que es el punto de nuestra retina donde tenemos la mayor acumulación de fotorreceptores. A este punto lo llamamos fóvea. En particular, en la fóvea coinciden la mayoría de fotorreceptores de tipo cono de nuestra retina, que son los que nos permiten distinguir las formas y los colores, al responder a diferentes longitudes de onda en condiciones de buena luminosidad. En la fóvea apenas tenemos bastones, que son el otro tipo de fotorreceptores que pueblan el resto de nuestra retina, a la que llamamos periférica. Por eso la fóvea nos permite ver con extraordinaria precisión objetos y personas a las que miramos de frente, fijamente, con el centro de nuestra retina, mientras que el resto de nuestro campo visual, capturado y procesado por nuestra retina periférica (el resto de la copa óptica, con excepción de la fóvea y del punto ciego, que es donde se inserta el nervio óptico), es mucho más borroso, poco preciso y con una imagen de muy baja calidad. Es lo que habitualmente llamamos “mirar por el rabillo del ojo” y gracias a lo que nos apartamos instintivamente si vemos que se va a caer algo sin necesidad de percibir exactamente qué es lo que se está cayendo sobre nosotros. Cuando queremos centrar nuestra atención en algo lo enfocamos y miramos con la fóvea, dirigiendo nuestros dos ojos a esa persona u objeto. Esta es la imagen de mayor calidad que somos capaces de procesar.
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