Cervantes, en la dedicatoria al conde de Lemos incluida en la segunda parte del Quijote (1615), fantaseaba con la posibilidad de ver publicado el libro en «lenguas chinescas». Pero, en realidad, no fue hasta 1922 que su primera parte, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), se pudo leer en China, bajo el título de Moxia Zhuan (Historia del Caballero Encantado), gracias al empeño de sus traductores, Lin Shu (1852–1924) y su colaborador Chen Jialin (1880-¿?). Ironías cervantinas aparte, El Quijote fue la primera obra de la literatura española en traducirse al chino, aunque para entonces ya circulaban multitud de versiones en otros idiomas. Alicia Relinque, a cargo de la introducción, traducción y notas del presente volumen, ha identificado al menos tres de las ediciones inglesas que los traductores emplearon para darlo a conocer entre sus congéneres: las de Motteux (1700, 1703), Jarvis (1742) y Daly y Cadwell (1842); siendo la de Motteux la fuente de referencia fundamental. Luego, Lin Shu, que escribía en wenyan (lengua clásica) interpretando lo que Chen Jialin traducía en baihua (lengua hablada), añadía, eliminaba o transformaba el texto teniendo siempre presente el público al que iba dirigido, los lectores chinos del momento. Curiosamente, es esta falta de literalidad y su condición marcadamente apócrifa lo que distingue y posibilita que en su restitución a su idioma de partida esta Historia del Caballero Encantado emerja y cobre nueva vida, permitiendo, además, dilucidar una cuestión cultural de primer orden y de máxima intensidad —en los tiempos de los traductores automáticos online y las fake news—: hasta qué punto, tras el periplo sufrido, se había transformado la imagen original de don Quijote, y así vislumbrar cómo pudo haber sido recibida en su momento la figura del personaje en la cultura china, y cómo regresa ahora retraducido y «flaco y amarillo», cual el propio Quijote tras su segunda salida. Es, por lo tanto, este Quijote chino, enriquecido con los prólogos de L. G. Montero, A. Trapiello y R. Dezcallar, el libro que el lector tiene entre sus manos. Quizás, como dijo el gran sinólogo francés Marcel Granet acerca del Zhuangzi (s. IV a. C.), «este libro tan traducido y retraducido es literalmente intraducible».