—¡Cuántas veces pensé en la cárcel! —dijo Cristián—. Me hablaron muchas veces de ella. Acabé imaginándola casi exactamente como era. Pero llegó un día y me encerraron: me convertí en un preso. No fue a la cárcel donde me llevaron. Hay muchas cárceles sin rejas, ahora. Era una habitación cualquiera, no estaba sucia ni era húmeda, pero ¿qué más daba? No podía moverme, salir. Es tremendo. Te quedas solo. Solo, frente a ti mismo. Frente a tu pobreza, a la inutilidad de tus manos y de tus pensamientos. Solo con tus exigencias, con tu miseria, tus buenas y tus malas acciones, ya inútiles. Solo con tu sórdida realidad. Únicamente entonces conoces tus límites y piensas: toda mi vida era únicamente un gran deseo de romperlos, de traspasarlos... No, no. La cárcel la llevaba yo mismo, la cárcel soy yo. Creo que me entiendes tan bien como yo te he comprendido a ti. ¡Para qué luchar, para qué esforzarse en algo, para qué vivir y apetecer, si primero no nos liberamos de nosotros mismos, de nuestra cobardía, de nuestras claudicaciones! Pero, a pesar de saberlo, hay algo que me desespera: ¡yo no quiero morir! ¿Entiendes tú esto? Yo no quiero, no quiero morir...