Setecientas figurillas de veintiún metales, cristales y maderas distintas, recordaba Cox, de ágatas talladas, de ámbar y de jade, se habían empleado en su día en ese reloj, además de doscientos animales –caballos, aves, camellos, elefantes, noventa de ellos tallados en todas las maderas de la China–, árboles diminutos, cascadas y arroyos de montaña recamados con perlas de río y, después, ¡ese firmamento de diamantes y zafiros ensartados en hilos de oro, la bóveda del trono! Por si fuera poco, todo el personal que tomó parte en la construcción tuvo que fabricar también una segunda versión, intercambiable, de ese paisaje mundano con todos sus bastidores, y había tenido que entregarla al destinatario: una vez como componentes de una corte occidental regida por un emperador europeo, la otra como los de una corte china sobre la cual giraba un cielo con sus estrellas y planetas según una y la misma ley cinética, pero cuyas horas del día y de la noche no tenían la misma duración.