“Comprender a los consumidores” es hoy una frase habitual entre los responsables de Marketing de las empresas. Podría parecer que siempre ha sido una de las preocupaciones de estos especialistas, pero los consumidores de los años 50 eran considerados simplemente personas a las que vender algo. Hubo que esperar aún varios años hasta que algunos académicos (Theodore Levitt o Peter Drucker, entre otros) empezaron a convencer a las empresas de que subordinar las necesidades de los consumidores a los de la propia empresa constituía un gran error.
Al situar a los consumidores en la cúspide de los procesos empresariales, dio comienzo el Marketing moderno tal y como lo conocemos hoy en día. Sin embargo, estamos asistiendo a una especie de «Marketing-manía» en la que, como si de un movimiento pendular se tratara, se ha pasado de ver en el consumidor un mero objeto de intercambio comercial a concederle un protagonismo excesivo.
Así las cosas, los encargados de gestionar las marcas han llegado a obsesionarse hasta tal punto con los deseos de los consumidores, que son capaces de renunciar a la propia especificidad de la marca para adaptarla a lo que aquellos reclaman. Es una situación equiparable a la que provoca alguien que quiere hacernos un regalo de cumpleaños y nos pregunta qué es lo que nos gustaría encontrar ese día bajo el envoltorio. La consecuencia de esta forma de actuar es que, en lugar de sorprendernos, el encanto se esfuma por completo.
De todos modos, algunas marcas consiguen superar estos extravíos e infundir una defensa pasional de sus valores intrínsecos: tienen imaginación suficiente para hacer algo más que simplemente obedecer los caprichos del consumidor. Son marcas con una llama interior y con voluntad de hacer realidad sus ideas. A estas, los autores las denominan Passionbrands («marcas con pasión»).