¿Quién de vosotros no ha leído uno de esos cuentos en los que un dragón tiene prisionera en un castillo a una bella princesa? Pero uno tras otro, los caballeros que se presentan para liberarla son devorados por el dragón, que se apodera de sus riquezas. Por fin, un día llega un noble príncipe, más hermoso y más valiente que los demás, al que un mago le ha revelado el secreto para vencer al dragón. Obtiene la victoria, libera a la princesa y entra en posesión de sus tesoros. Después, ambos se suben en el dragón que conduce el príncipe y vuelan por el espacio. Estos cuentos que creemos reservados a los niños, en realidad nos hablan de nosotros, de nuestras experiencias psíquicas y espirituales. El dragón, es la energía sexual y el castillo, nuestro cuerpo físico. En ese castillo suspira la princesa, nuestra alma, que la energía sexual incontrolada impide disfrutar del verdadero amor. El príncipe, es nuestro espíritu, y sus armas son el medio de que dispone su espíritu para dominar esta energía y utilizarla. Una vez dominado, el dragón nos sirve de montura. Aunque se le representa con una cola de serpiente —símbolo de las fuerzas subterráneas—, también posee alas para llevarnos hacia las alturas.