Siempre había imaginado que, de huir, huiría en un tren, sola en el compartimiento, la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, una desconocida mirándose mirar desde fuera a través de un ojo colectivo impersonal, dispuesta a empezar un algo nuevo diferente; y, en cierto modo, mientras el viaje no terminara, mientras pudiera abordar los trenes deteniéndose únicamente para esperar el próximo, mientras durara la suspensión del tiempo, ella podía dejar de parecerse a aquella que los otros conocían y juzgaban y cuyo papel había representado durante tantos años: quería saber quién era y luego serlo para siempre.