A sus 98 años, la madre de la protagonista de este bello y conmovedor relato es frágil, como cristal: camina con dificultad, apenas ve ni oye, come como un pajarillo y sufre olvidos cada vez más frecuentes. Ha dejado de ser quien era: una mujer resuelta y risueña, vivaz e independiente. Su hija, testigo de esta decadencia, aprenderá a asumir a marchas forzadas una responsabilidad de la que nadie nos advierte y para la que nadie nos prepara: la de ser madre de nuestra madre.
Para paliar su creciente sentimiento de orfandad y de incomunicación —pero también para restañar las heridas de un duelo que se prolonga más de lo debido a causa de la longevidad de su progenitora—, la hija escribe un diario en donde recrea a la madre imaginaria capaz de oírla y reconfortarla que tuvo y perdió: una madre que un día fue un escudo ante la muerte, invencible y eterna, como todas las madres.