No se puede morir, y no solo porque hay posibilidades de que yo tampoco sobreviva. No se puede morir porque sé que no puedo vivir sin ella, aunque no me muera. En algún punto entre el shock de nuestra atracción en lo alto de ese torreón, el momento en que me di cuenta de que arriesgó su vida para darle una bota a alguien más en el parapeto aquel primer día y cuando me lanzó las dagas a la cabeza bajo el roble, me tropecé. Debí haberme dado cuenta del peligro de acercarme demasiado la primera vez que la tiré de espaldas sobre la colchoneta y le mostré lo fácil que podría matarme, una vulnerabilidad que no le he permitido ver a nadie más, pero lo minimicé pensando que era una innegable atracción a una mujer particularmente hermosa. Cuando la vi llegar al final del Guantelete y luego defender a Andarna en la Trilla me tambaleé, deslumbrado tanto por su astucia como por su sentido del honor. Cuando entré a su habitación y encontré la mano traidora de Oren en su garganta, la rabia que hizo que fuera fácil matar a los seis sin titubear debió haberme avisado que iba
directo hacia un barranco. Y cuando me sonrió tras dominar su bloqueo en solo unos minutos, con su rostro iluminado mientras nevaba, caí, carajo.
Ni siquiera nos habíamos besado, y caí. Me enamoré.
O quizá fue cuando le lanzó sus dagas a Barlowe o cuando los celos me comieron vivo al ver cómo Aetos besaba la boca con la que yo había soñado incontables veces. En retrospectiva, hubo mil pequeños momentos que me lanzaron al abismo de la mujer que está dormida en la cama en la que siempre la imaginé.