Pero cuando renunciamos y lo dejamos, vaga a veces por el jardín plácido y tranquilo, que nada le exige, que rodea la institución y allí, en esa tranquilidad, recobra la suya. La presencia de otros, de otras personas, le excita y le inquieta, le lanza a un parloteo social frenético, infinito, un verdadero delirio de búsqueda y elaboración de identidad; la presencia de plantas, el jardín silencioso, el orden no humano, al no ejercer ninguna presión social o humana sobre él, permite que este delirio de identidad se relaje, se afloje; y con su plenitud y autosuficiencia no humanas, tranquilas, le permite una extraña calma y autonomía propia, le ofrece (por debajo, o más allá, de todas las identidades y relaciones meramente humanas) una comunión muda y profunda con la propia naturaleza, y con ello la sensación renovada de estar en el mundo, de ser real.