Estaba plenamente fijado, absorbido por un sentimiento. No había olvido, no había síndrome de Korsakov entonces, ni parecía posible o concebible que lo hubiese; porque no estaba ya a merced de un mecanismo defectuoso y falible (el de las secuencias sin sentido y los vestigios de memoria), sino que estaba absorto en un acto, un acto de todo su ser, que aportaba sentimiento y sentido en una unidad y una continuidad orgánicas, una continuidad y una unidad tan inconsútiles que no podían admitir la menor quiebra.
Era evidente que Jimmie se encontraba a sí mismo, encontraba continuidad y realidad en el carácter absoluto del acto y de la atención espiritual.