Ni ángel ni bestia, según la conocida sentencia de Blaise Pascal, el ser humano no posee una naturaleza predada y conclusa, sino una condición histórica y contingente, polifacética y ambigua. Por más que se sueñe omnipotente e infinito, está condenado a existir en la escasez, la incertidumbre y la imperfección, y su vida es un drama abierto e impredecible, que sólo la antorcha de un pensamiento a la vez lúcido y cordial -lógico y mítico, racional y sentiente, efectivo y afectivo— es capaz de iluminar.
Para lograrlo no dispone, sin embargo, de verdades definitivas, sino sólo de preguntas que dan lugar a respuestas siempre provisionales, engendradoras de interrogantes nuevos. Como en Sócrates según Platón y en Goethe visto por Eckermann, el diálogo no es, entonces, un modo menor del conocimiento humano, sino un camino mayor en pos del siempre frágil y relativo saber posible: una mayéutica que alumbra dudas y sugestiones, reservas y sospechas, y con ellas los acuerdos -y los acordes— llamados a guiar los trayectos personales y colectivos.