Durante la composición del primer acto del Tristán, Matilde, con olor fresco a lavanda, venía al El asilo por la mañana temprano, subía al estudio y me dejaba sobre la mesa una rosa roja recién cortada de su jardín. En una de esas ocasiones, además de la rosa me presentó un pequeño manuscrito, con cinco poemas, escritos por ella: «El Ángel», «¡Detente!», «En el invernadero», «Penas» y «Sueños», y me propuso que les pusiera música. Nunca antes había trabajado sobre textos ajenos, pero esta vez, enamorado, decidí hacer una excepción. Los poemas de Matilde eran dulces, suaves, no llegaban a tocarte, sólo te rozaban. Estaban inspirados en nuestro amor y los fundí como cinco gotas en el gran mar del Tristán: son los Wessendonck Lieder. «El Ángel» se refería a mí:
En los albores de mi infancia oí decir que los ángeles cambiaban la felicidad del cielo por la luz del sol terrenal. Así, cuando un corazón apenado oculta al mundo su pesar, cuando sangra en silencio y se funde entre lágrimas, cuando ruega con fervor pidiendo sólo su liberación, el Ángel desciende hacia él y, dulcemente, le conduce al cielo. Sí, también un ángel ha descendido sobre mí y sobre sus alas resplandecientes eleva, lejos de cualquier dolor, mi espíritu hacia el cielo.
Utilicé la música de «En el invernadero» como parte del dúo de amor del segundo acto y «Sueños» se convertiría en el motivo principal del preludio del tercer acto