Pero el rey, cuyos sentidos se habían fundidos en la unidad y vueltos hacia lo interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en forma de luz pura, que infundía en su interior una certidumbre dulcísima, tal como cuando un rayo de sol atraviesa una piedra preciosa y la convierte en luz y sol, con lo que la criatura y el creador se hacen uno.
Cuando volvió en sí y miró a su alrededor, sus ojos reían y su frente brillaba como un lucero. Despojándose luego de sus ropas, abandonó el templo, salió de la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la selva, donde desapareció para siempre.