Era una evaluación notablemente pesimista. Y, en efecto, cualquier manual enseña que Schopenhauer fue en primer lugar el filósofo de la voluntad, y en segundo lugar el filósofo del pesimismo. Pero aquí no hay primero ni segundo, sino que todo es uno y lo mismo; y Schopenhauer era lo segundo porque era lo primero y en la medida en que era lo primero; Schopenhauer era necesariamente pesimista porque era el filósofo y psicólogo de la voluntad. La voluntad, que es lo contrario de una satisfacción en reposo, es en sí misma algo fundamentalmente desdichado; es inquietud, es apetencia de algo, es ansia, es nostalgia, es avidez, es anhelo, es padecimiento. La voluntad que se objetiva en todos los entes expía en lo físico su placer metafísico, lo expía en un sentido muy literal de esta expresión: ese placer ella lo «expía» de la manera más horrible en el mundo y por el mundo que ella misma ha producido y que, por ser obra del apetito y de la pena, se revela como algo completamente atroz. Pues dado que la transformación de la voluntad en mundo, su mundificación, se realiza de acuerdo con el principium individuationis, se realiza mediante la disgregación de la voluntad en la multiplicidad, ocurre que la voluntad olvida su unidad originaria y se convierte en una voluntad enemistada millones de veces consigo misma, pese a ser, en todo ese despedazamiento, una; se convierte en una voluntad en conflicto consigo misma, que, desconociéndose, busca en cada una de sus manifestaciones fenoménicas el bienestar, el «lugar al sol», a costa de otras manifestaciones fenoménicas, más aún, a costa de todas las demás, y de esta forma clava constantemente los dientes en su propia carne, semejante a aquel habitante del Tártaro que con avidez devoraba su propia carne.