La mujer, víctima y cómplice

Más allá del accidente de nacer hembra o macho, se nace persona humana, y tenemos el derecho de serlo con toda plenitud, sin que raza, ideología o sexo se conviertan en limitaciones para ello.

Pero yo creo, como Bertrand Russell, que “el hecho de que una opinión haya estado muy divulgada no es prueba alguna de que no sea totalmente absurda”. Es más, para este autor, “tiene más posibilidades de ser necia que sensata… en vista de lo tonta que es la humanidad”.

hasta la omnipotencia infatuada del piropeador grosero y chabacano que lanza una obscenidad a la cara de una mujer con el aire intimidador de “aquí estoy yo”.

lo cierto es que la sujeción de la mujer ha sido mala por lo menos para una mitad del género humano, y ya solo este dato sería suficiente para justificar la lucha por eliminarla.

El porvenir del mundo no puede ser jamás producto del monosexismo, ya sea masculino o femenino, sino de la cooperación efectiva y equivalentemente responsable de ambos sexos.

pero sigue teniendo vigencia en fórmulas más atemperadas, en primer lugar por el hecho de que en una mayoría de hogares él es el proveedor, y el que paga la música manda en la fiesta; y también por la incidencia de otros factores de condicionamiento social, que otorgan la primacía al esposo por el solo hecho de ser varón, según se verá en el curso de este libro.

Muchas de ellas creen en la veracidad de tales falacias, debido al gran peso y prestigio de la tradición, y de la mejor buena fe se convierten en cómplices de los denigradores de su sexo.

el sexo entero estaba estigmatizado por la lujuria, la maldad, la falsedad, la superficialidad, la ociosidad y la estultez

De esta manera, la mujer se vio obligada a adoptar la moral derivada de tal concepción, consistente en el sometimiento total a restricciones de todo tipo que la redujeron a la condición de inferioridad de la que no ha logrado evadirse todavía.

Y para perennizar esta situación que le resultaba tan beneficiosa, trató de justificarla por medio de las mitologías, las religiones y las observaciones “científicas” del carácter e intereses de la mujer. Así fue como se le atribuyó a su “naturaleza específica” la deformación moral que le había creado la cultura, y se estimaron como ideal de la feminidad ciertas virtudes que llegaron a constituir el código de la vida femenina a tal extremo, que su transgresión fue sancionada y sometida a toda clase de medidas represivas, incluyendo el repudio y el ajusticiamiento.