La vida con Marcel siempre había sido fácil. Júlia confiaba en él y sabía que no tenía que preocuparse por nada; su marido la veía guapa, incluso cuando no lo estaba, y a menudo le demostraba que sólo tenía ojos para ella. No miraba a las demás como posibles candidatas, y si alguna vez lo había hecho, ella no se había dado cuenta. Siempre había pensado que era una mujer afortunada: muchas de sus amigas, tras el fracaso de años de trillada convivencia, se habían visto inmersas en el juego del segundo turno, buscando empezar de nuevo entre un montón de candidatos con varias vidas a sus espaldas. Las reglas del juego eran extrañas, una especie de regreso a la adolescencia pero sin la ingenuidad de los diecisiete, donde cualquier reacción demasiado sincera era juzgada con desconfianza y vista como una debilidad. Los participantes tenían la vida organizada, hijos, aficiones, hipotecas, y buscaban a alguien dispuesto a encajar en los huecos del día a día más que a adaptarse al modus vivendi de un nuevo compañero.