El año, un fantasmagórico 1999. Podría ser el último otoño del planeta. Un calor anormal reseca la tierra, azotada por tormentas de polvo. Y cuando por fin llega la lluvia, no cesa hasta parecer un diluvio eterno. El clima político no es menos caótico y una crisis internacional se acerca a su punto de fisión. Este panorama apocalíptico constituye el más que adecuado telón de fondo para la terrible y divertida novela de uno de los más talentosos escritores británicos de nuestros días. “Campos de Londres” se inicia con una perfecta inversión del tópico: entre los detritos de Portobello, la «víctima» comienza a acechar a su «victimario», la asesinada dará caza al asesino. Vestida de negro, como corresponde a toda mujer fatal, la bella Nicola Six encuentra a su asesino en el pub local, el Black Cross, refugio de vividores, pequeños delincuentes y aficionados a los dardos. Nicola decide que la matará Keith, un estafador de poca monta, estafado él mismo por la vida, alimentado de pornografía y televisión, hijo de la Inglaterra thatcheriana, cruel y vulgar: perfecto para el papel asignado. Pero la escena del crimen no puede constituirse con sólo dos vértices, y Nicola atraerá a un tercero, Guy, el inocente aristócrata fascinado por los bajos fondos, el ángel caído que pondrá en movimiento al terrible Keith. Los tres se deslizarán en un minuet esperpéntico, en una danza de cortejos y decepciones que enmascaran apenas un sórdido fondo de perversión y violencia. Y quien lo contará todo es un narrador seducido y atrapado por la escena, Samson Young, un joven escritor americano mortalmente enfermo y, quizá, mortalmente estéril?