Aún estuvimos bastante tiempo hablando de él, las dos últimas personas que habían conocido a aquel ser humano extraordinario. Yo, a quien, siendo joven, y a pesar de mi insignificante existencia de microbio, había concedido un primer atisbo de lo que es una vida por completo volcada en el espíritu. Y ella, aquella mujer pobre y consumida, la encargada de los aseos, que jamás había leído un libro, pero que se sentía unida a aquel camarada de su pobre mundo inferior tan sólo porque durante veinticinco años le había cepillado el abrigo y le había cosido los botones. Sin embargo, nos entendimos de maravilla junto a su vieja mesa abandonada, compartiendo aquella sombra a la que habíamos conjurado entre los dos, pues el recuerdo siempre une. Y un recuerdo afectuoso, doblemente. Y de pronto, en mitad de la conversación, la mujer se acordó de algo: «Jesús, qué despistada… Si aún tengo el libro que dejó entonces sobre la mesa. ¿Dónde habría podido llevárselo? Y después, como no se presentó nadie, después pensé que podría quedármelo como recuerdo. ¿Verdad? No he hecho mal». A toda prisa, lo trajo de su cuchitril en la parte trasera. Y me costó reprimir una ligera sonrisa, pues al destino, siempre dispuesto al juego y a veces irónico, le gusta mezclar, malicioso, lo estremecedor y lo cómico. Se trataba del segundo tomo de la Bibliotheca Germanorum erotica et curiosa, de Hayn. Un compendio de literatura galante bien conocido por todo coleccionista. Precisamente aquel catálogo escabroso —habent sua fata libelli— había ido a parar, como último legado del mago desaparecido, a aquellas manos ignorantes, ajadas y llenas de estrías rojas, que lo más probable es que no hubieran sostenido jamás otro libro fuera del de oraciones. Tuve que esforzarme por apretar los labios para resistir la sonrisa que, involuntaria, trataba de escapar desde mi interior. Y aquel leve titubeo confundió a la buena señora. ¿Se trataba al final de algo valioso o me parecía que podía quedárselo?