Leibniz mencionó por primera vez una de las cuestiones más profundas que continúan persiguiendo al conocimiento humano, tanto científico como filosófico. Nuestro conocimiento del mundo depende enteramente de nuestro aparato perceptivo: vista, tacto, olfato, oído, etc. Especialmente la vista. Tendemos a creer que el mundo real es como lo vemos. Pero incluso aquí, en nuestra percepción más completa, durante, aproximadamente, el último siglo hemos descubierto que hay aspectos del mundo que somos incapaces de «ver». Sabemos que existen cosas más allá de los límites de nuestra capacidad de percibirlas, a ambos lados del espectro visible. Están los rayos ultravioleta y los infrarrojos, por no mencionar las ondas de radio, los rayos cósmicos, etc. Sólo podemos medirlos mediante instrumentos científicos. Pero estos sutiles instrumentos científicos han sido desarrollados, con toda intencionalidad, sólo como extensiones de nuestro aparato perceptivo. No son categóricamente diferentes de la vista, el tacto o los otros sentidos. ¿Cómo sabemos que la realidad última «ahí afuera» se ajusta a nuestro aparato perceptivo, o incluso a su altamente sofisticada extensión científica? El hecho es que no sabemos. Y pareciera que, simplemente, no tenemos modo de saber si lo hace o no. Todo lo que percibimos es la apariencia que nuestro aparato perceptivo es capaz de percibir. ¿Qué parecido puede tener con la realidad última que estimula nuestra percepción? En un sentido muy real, parece inconcebible una respuesta a esta pregunta. La filosofía racionalista de Leibniz fue el primer intento de responderla en términos de una explicación global del mundo.