Quien ama tiene apego no sólo a los «defectos» de la amada, a sus manías y debilidades; sus arrugas y lunares, los vestidos gastados y el andar torcido lo atan de forma más duradera e implacable que toda belleza. Hace tiempo que esto se sabe. Y, ¿por qué? Si es cierta una teoría que dice que la sensación no anida en la cabeza, que no es en el cerebro donde sentimos una ventana, una nube, un árbol, sino más bien en el lugar donde los vemos, entonces también al mirar a la amada estamos fuera de nosotros. Pero, en este caso, angustiosamente tensos y arrebatados. La sensación, deslumbrada, revolotea como una bandada de pájaros en el resplandor de la mujer. Y tal como los pájaros buscan amparo en los frondosos recovecos del árbol, así las sensaciones se refugian en las umbrías arrugas, en los gestos sin gracia y las discretas tachas del cuerpo amado, donde se acurrucan, seguros, en su escondite. Y nadie que pase adivina que es justo allí, en la carencia, en lo censurable, donde anida la excitación amorosa, rápida como una flecha, del admirador.