La sirena. Un apodo atinado si no fuese tan macabro: tal y como apareció el cadáver, aquel tronco diminuto hubiera podido continuar tanto en dos piernas estilizadas y elegantes como en una cola de pez.
Un rastro de sirena es la cuarta entrega de una serie protagonizada por el detective canario Ricardo Blanco. En esta ocasión, el cadáver de una muchacha aparece descuartizado en la playa de la Laja, en Las Palmas. Con un tatuaje y un collar como únicos elementos para desentrañar el crimen, Blanco debe adentrarse en el mundo de la prostitución y el tráfico de drogas vehiculado, principalmente, por la mafia rusa que en pocos años se ha asentado en la isla de Gran Canaria. Correa guía al lector por los particulares y contradictorios recovecos de la vida canaria con unos personajes dinámicos a los que la trama coloca en el desfiladero.
Una novela de suspense –y también un hilarante cuadro de costumbres-, con un estilo directo y una ironía emparentada tanto con el Montalbano de Andrea Camilleri como con el Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, rasgos con los que su autor ya se ha ganado un lugar en el panorama literario de nuestra lengua. («¿Alguien dijo que la novela negra estaba exhalando sus últimos suspiros? Correa demuestra que el género goza de muy buena salud», Antonio Parra, La Verdad Digital.) Ricardo Blanco es un antihéroe que seduce por su mesurado cinismo, al que el lector, indefectiblemente, acaba por adoptar.