Con esa imposición, con ese cambio de reglas –eran dos, ahora es una–, el lector experimenta un doloroso despertar o un desengaño: el mismo que se siente en la vida real cuando el hechizo se rompe al comprender que el sujeto del que uno se ha enamorado en puro presente –con él o ella quiero hacerlo todo–, y con proyección al futuro –que sea para siempre–, tiene un pasado. Y se sabe: en el pasado habitan monstruos.