Las diferencias principales entre democracia y populismo deberían estar claras para este momento: la primera permite que las mayorías autoricen a representantes cuyas acciones pueden o no terminar amoldándose a lo que la mayoría de los ciudadanos esperaba o habría deseado; el último pretende que ninguna acción de un gobierno populista pueda cuestionarse, pues “el pueblo” así lo ha deseado. Una asume el juicio falible y discutible de las cambiantes mayorías; el otro imagina una entidad homogénea fuera de todas las instituciones, cuya identidad e ideas pueden representarse por completo. Una asume, si acaso, un pueblo de individuos, de forma que al final sólo los números cuenten (en las elecciones); el otro da por sentada una “sustancia” más o menos misteriosa y el hecho de que inclusive grandes cantidades de individuos (incluso mayorías) puedan equivocarse en su intento de expresar adecuadamente dicha sustancia. Una asume que las decisiones tomadas como resultado de haber seguido procesos democráticos no son “morales” en el sentido de que toda oposición deba considerarse inmoral; el otro postula una decisión moral adecuada incluso en circunstancias de profundo desacuerdo en torno a la moralidad (y a la política). Por último —y esto es lo más importante— una acepta que “el pueblo” nunca puede aparecer de forma no institucionalizada y, sobre todo, acepta que una mayoría (e incluso una “inmensa mayoría”, término preferido de Vladimir Putin) en el parlamento no es “el pueblo” y no puede hablar en nombre de éste; el otro asume precisamente lo contrario.