Desnudo, púrpura y envuelto en esa fina película blancuzca a la que los médicos se refieren como vérnix caseoso, un recién nacido rompe el silencio en la sala de partos con su alarido y luego calla, casi en señal de respeto, mientras atraviesa la habitación con una curiosidad inenarrable, dejándose permear por este su nuevo mundo, y la pureza de quien, afortunadamente, no conocerá el mal hasta dentro de muchos años. ¿Cómo explicarle su presencia aquí? Más o menos, esa es la historia que cuenta El arrecife de las sirenas, algo así como una odisea en dos direcciones: la primera, el tránsito de la nada a la vida; la segunda, una sucesión de postales que van de Tlaquepaque a Trastévere, de un aeropuerto en París al templo de Kamakura, de la noche de Oporto al lago de Sloterpark en Ámsterdam… La búsqueda por el mundo de aquello que reside en ella misma es el hilo que cose todos estos recuerdos. O como Luna remata al final del arrecife, un libro cuya felicidad es contagiosa: «lo que me libera del miedo y de la muerte/ es verte vivo en todos mis paisajes». Así sea, Ulises. (Antonio J. Rodríguez)
Después de la enfermedad llega la vida. De forma inevitable, una bienvenida sucede a un adiós: este nuevo libro de Luna Miguel enlaza con propuestas suyas anteriores, en cuanto a la reflexión sobre la enfermedad y la pérdida, pero también abre nuevas y luminosas líneas en su propia escritura. El deseo y el sexo, la maternidad o los roles femeninos replanteados destacan en El arrecife de las sirenas, una de las más brillantes reflexiones que la poesía en lengua española ha afrontado sobre el papel de las hijas… y el papel de las madres.