Como yo, aborrecía el moralismo, y, como yo, detestaba la obligación de quererse por puro convencionalismo. No era el parentesco lo que hacía que una relación fuera necesaria, sino algo más profundo. Caminar hacia la verdad, en la verdad. Y caminar en esa dirección sólo quería decir una cosa: cancelar, día tras día, la mentira, el aburrimiento perpetuo y falsificador de la obviedad de las palabras ya dichas, de los pensamientos ya pensados. Significaba también no tener ningún miedo de entrar en una dimensión más profunda, la del amor que nada pretende, que nada separa, ciego ante cualquier forma de juicio.