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Dubravka Ugrešić

El Museo de la Rendición Incondicional

  • Fernandohas quoted6 months ago
    El bolso siguió siendo el almacén central de los recuerdos.
  • elisa shas quoted3 hours ago
    A esta historia añado el dato de que según el Diccionario de símbolos de J. Chevalier y A. Gheerbrant «de los ratones se sirven para la adivinación en muchas tribus de África occidental. Entre los Bambara, están doblemente relacionados con la ceremonia de la ablación. Les dan los clítoris de las jóvenes circuncidadas y se cree que el sexo del primer hijo de la joven estará determinado por el sexo del ratón que se había comido su clítoris. También se dice que los ratones transfieren aquella parte del alma de las jóvenes circuncidadas (la parte masculina del sexo femenino) que tiene que volver a Dios en espera de su reencarnación».
  • elisa shas quoted4 hours ago
    Me habría olvidado de la Vida de voz baja y de la infiel Jannet si una conocida mía hace poco no me hubiera contado que las había visitado durante su estancia en América y que la casa en la que vivían era «increíble». La casa, decía, estaba puesta como un grotesco templo al inocente dios Mickey Mouse. La ropa de cama, los cojines, las colchas, las cortinas, las toallas, los trapos de cocina, los posavasos, los vasos, los platos, las alfombras, todo ello tenía el mismo motivo: la imagen de Mickey Mouse. La taza del váter, los sillones, las lámparas, las perchas, los montones de juguetes de peluche y de plástico, de llaveros, de pines, todos esos objetos perpetuaban el mismo incauto símbolo, Mickey Mouse. También las zapatillas, las dos tenían las mismas cálidas zapatillas de piel con la cabeza y las orejas de Mickey. También el teléfono y el reloj de pulsera de Vida, que cada hora en punto mostraba la imagen de Mickey, y las postales que Vida escribía y mandaba a sus amigos, todo ello tenía el mismo sello, la misma marca, el mismo escudo. Por otro lado, eso no era difícil. La industria americana de la felicidad le ofrecía a Vida un rico surtido.
    Supongo que Vida se había ido a América hacía unos cuarenta años en busca de su ángel y lo había encontrado en Mickey Mouse. Jannet, que parecía un enorme peluche de niños y que irradiaba la misma indiferencia de un peluche, se convirtió, naturalmente, en el Mickey Mouse de Vida. El ángel de Vida. Todo lo demás, esa «increíble» casa, era solo un escenario kitsch de un profundo sueño de felicidad.
  • elisa shas quoted4 hours ago
    No sé cómo murió. La imagino tan pequeña, redonda, sentada en la banqueta de tres patas, abrazándose la tripa como si fuera lo único que tenía. Murió terriblemente sola, estoy segura de ello. Igual que, parece, estuvo sola toda su vida. Con ese eterno alimentar, tejer, limpiar y sonreír —lo único que sabía hacer—, calentó la frialdad que se apiñaba a su alrededor como la escarcha. Una hija se le había muerto joven, otra estaba lejos. El abuelo, siempre callado y serio, murió unos años después que ella, en un completo olvido, como un desamparado y abandonado hijo de ella. Detrás de sí, como un remolque, él arrastró su secreto que, al parecer, tenía un nombre muy simple: indiferencia.
  • elisa shas quoted4 hours ago
    La abuela murió joven. «Le estalló el corazón», dice mamá. Otras personas mueren de infarto, pero cuando se trata de la muerte de la abuela, mamá obstinadamente repite esa anticuada frase y sin darse cuenta de que, por alguna razón, la había reservado solo para la abuela.
    No sé cómo murió. La imagino tan pequeña, redonda, sentada en la banqueta de tres patas, abrazándose la tripa como si fuera lo único que tenía. Murió terriblemente sola, estoy segura de ello. Igual que, parece, estuvo sola toda su vida. Con ese eterno alimentar, tejer, limpiar y sonreír —lo único que sabía hacer—, calentó la frialdad que se apiñaba a su alrededor como la escarcha. Una hija se le había muerto joven, otra estaba lejos. El abuelo, siempre callado y serio, murió unos años después que ella, en un completo olvido, como un desamparado y abandonado hijo de ella. Detrás de sí, como un remolque, él arrastró su secreto que, al parecer, tenía un nombre muy simple: indiferencia.
  • elisa shas quoted4 hours ago
    abuela murió joven. «Le estalló el corazón», dice mamá. Otras personas mueren de infarto, pero cuando se trata de la muerte de la abuela, mamá obstinadamente repite esa anticuada frase y sin darse cuenta de que, por alguna razón, la había reservado solo para la abuela.
    No sé cómo murió. La imagino tan pequeña, redonda, sentada en la banqueta de tres patas, abrazándose la tripa como si fuera lo único que tenía. Murió terriblemente sola, estoy segura de ello. Igual que, parece, estuvo sola toda su vida. Con ese eterno alimentar, tejer, limpiar y sonreír —lo único que sabía hacer—, calentó la frialdad que se apiñaba a su alrededor como la escarcha. Una hija se le había muerto joven, otra estaba lejos. El abuelo, siempre callado y serio, murió unos años después que ella, en un completo olvido, como un desamparado y abandonado hijo de ella. Detrás de sí, como un remolque, él arrastró su secreto que, al parecer, tenía un nombre muy simple: indiferencia.
  • elisa shas quotedyesterday
    Lucy se estaba desmoronando. Como si antes de que nos encontráramos se hubiera recogido a sí misma en un fardo atando los nudos muy bien y, en ese momento, los nudos se estuvieran desatando por todas partes. Lucy se desbordaba, yo ya no sabía de qué estaba hablando, saltaba de un tema a otro, parecía borracha, con la delgada mano encendía cigarrillo tras cigarrillo, su pálida cara se retorcía, parecía una heroína de novelas del xix, toda en diminutivos, toda en suspiro
  • elisa shas quoted2 days ago
    Yo también bebí un sorbo y me callé la observación. ¿Qué podía haber respondido? Que el exilio, o por lo menos la forma en la que yo lo vivía, cada vez más extenuada, era un estado inconmensurable. Que el exilio era un estado, eso sí, que se podía describir con hechos conmensurables, con los sellos del pasaporte, con los puntos geográficos, con las distancias, con los domicilios provisionales, con la experiencia de los distintos procedimientos burocráticos de obtener visados, con el dinero gastado en un nuevo bolso de viaje comprado quién sabe cuántas veces, pero una descripción así apenas significa algo. Que el exilio era la historia de las cosas que dejamos atrás, comprar y dejar el secador del pelo, los aparatos de radio pequeños y baratos, los cazos del café. Que el exilio era un cambio de voltaje y de hertzios, que era una vida con un adaptador, que si no nos fundiríamos. Que el exilio era la historia de nuestros pisos alquilados temporalmente, de las primeras mañanas solitarias cuando en silencio extendíamos el plano de la ciudad, encontrábamos en él el nombre de nuestra calle, hacíamos con el bolígrafo una crucecita (repetíamos la historia de los grandes conquistadores, en vez de una bandera, una crucecita). Los pequeños hechos fijos, sellos de pasaporte, se iban acumulando y en un momento se convertían en líneas ilegibles. Y solo entonces empezaban a escribir un mapa interior, un mapa de lo imaginario. Y solo entonces describían con precisión esa vivencia inconmensurable del exilio. Sí, el exilio era como un sueño con pesadillas. De repente, despiertos, igual que en un sueño, aparecían unos rostros que habíamos olvidado, con los que a lo mejor jamás nos habíamos encontrado, pero que nos parecía que los conocíamos desde siempre, algunos espacios que con total certeza veíamos por primera vez, pero que nos parecía que ya habíamos visitado con anterioridad.
  • elisa shas quoted2 days ago
    AMÁ EN LA BOLA
    Doy vueltas con el índice sobre la superficie de cristal de la bola. La cojo con la mano como una manzana: caliento el frío cristal, enfrío la caliente mano. Desde el oscuro cielo la nieve cae ligera sobre la pequeña ciudad. Dentro de la bola está mamá sentada y se chupa los copos del dedo.
    La observo a través del cristal, pienso en ella, intento palpar su núcleo. Le doy la vuelta a la bola y por su cara pasan las sombras de Emma Bovary, Maureen O’Hara, Tess, Carrie… Las sombras se devanan una encima de la otra según una secreta proximidad, se enlazan atadas con hilos secretos. Reconozco el mismo brillo de sus ojos, algún almidonado y blanco detalle de la ropa, una horquilla en el pelo, la postura del cuerpo, una mirada, un gesto, una frase. Los une el mismo pegamento, la secreta energía que producen los destinos de mujer, calcándose uno en otro, buscando el reflejo uno en otro como en un espejo.
    La estoy observando dentro de la bola y me parece que todas ellas son sus verdaderos núcleos, ella está con ellas, con Tess, Maureen, Carrie, Ava, Ana, Emma, Bette, real e irreal a la vez. Veo esas dos arrugas que caen imparables hacia abajo que acaban en tristes bolsitas, veo esa mueca de descontento por un destino que había empezado como una novela, que no había terminado como una novela, que se había detenido a mitad de camino condenándola a envejecer sin fuertes recuerdos, a ir tirando, a un vago anhelo, a una bola de cristal. Leo en su cara los posos de las novelas leídas y de las películas vistas, los posos de los destinos de mujer, fuertes, apasionados, que terminan con un final dictado por un novelista o un director, mientras que el suyo sigue en un estado de vaga amargura, tanto más grande y vaga cuanto más apasionadas y lúcidas eran sus ideas sobre su futura vida.
    Le doy la vuelta a la bola y de repente me da pena mamá, tan pequeña y confinada, seguro que está terriblemente sola, seguro que tiene frío. Cojo la bola con la mano como si fuera una manzana, me la acerco a la boca y la caliento con mi propio aliento. Mamá desaparece en la niebla.
  • elisa shas quoted2 days ago
    SEÑOR PINITO
    El operador de cine, de origen checo, era un hombre menudo con un eterno cigarro encendido pegado al labio inferior. A la pregunta: «¿Cómo está?», contestaba en checo: «Jako sosnichka!» («¡Como un pinito!»). Al mismo tiempo que se enderezaba con agilidad, se tocaba vigorosamente el pecho con la mano como si comprobara la solidez del material y en su cara se desplegaba una sonrisa. En su figura, detrás de la cual siempre ondeaba la fiel nubecilla del humo del cigarro, no había absolutamente nada de perenne.
    A nosotros, los niños, nos dejaba entrar en el cine sin entrada y sentarnos en las butacas, o en las sillas auxiliares de tijera si el cine estaba lleno. En las matinés de domingo el único público éramos nosotros, los niños, y la mujer del maestro local que, después de haber parido un montón de hijos, había desistido de ser la mamá o la mujer de alguien y había vuelto a la infancia. Ella iba al cine todos los días. Completamente ausente, sin percibir a nadie a su alrededor, con una tripa grande y prominente, la mujer del maestro local entraba en la sala con un helado en una mano y una bolsita de caramelos en la otra. En la oscuridad de la sala de cine rompía ruidosamente los caramelos con los dientes y hacía crujir los papelitos.
    El operador de cine cerraba la puerta detrás de nosotros y luego, seguido por la nubecilla de humo, subía a la cabina del proyector. Durante mucho tiempo, Sosnichka hizo todos los trabajos en el cine de provincias: vendía las entradas, conseguía las películas, rasgaba las entradas en la puerta, cerraba detrás del público y ponía las películas.
    Hoy, en la oscuridad de las salas de cine, a veces espero ver aquel plano tan repetido: su cara y una nubecilla de humo encima de su cabeza en el estrecho rayo vertical de luz, y luego el dulce aguardar cuyo tiempo se medía en pasos (¿cuántos pasos necesita un operador de cine para llegar a la cabina del proyector?).
    Después de muchos años, por casualidad, me encontré con él, y me alegré mucho de verlo. A mi pregunta: «¿Cómo está?», se enderezó, desplegó una sonrisa como una banderita y con la endeble mano se tocó el pecho. «Jako sosnichka», dijo. Varios días más tarde murió. Tal como se tocó por última vez para averiguar la solidez del material, así murió el siempre perenne señor Pinito.
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