Hace más de veinte años, una noche Giacometti cruzaba la plaza de Italie y un auto le atropello. Herido, con una pierna torcida, en el desvanecimiento lúcido en que había caído, lo primero que sintió fue una especie de alegría. «¡Por fin me ocurre algo!» Conozco su radicalismo: él esperaba lo peor; esta vida que le gustaba tanto como para no desear ninguna otra, se halla derribada, rota tal vez por la estúpida violencia del azar:
«Luego, se decía, yo no estaba hecho para esculpir, ni siquiera para vivir; no estaba hecho para nada». Lo que le exaltaba era el orden amenazante de las causas súbitamente desenmascarado y también fijar en las luces de la ciudad, en los hombres, en su propio cuerpo tirado en el barro, la mirada petrificante de un cataclismo; para un escultor nunca está lejos el reino mineral. Yo admiro esa voluntad de acoger todo. Al que le gusten las sorpresas, tiene que quererlas hasta ahí, hasta esos raros destellos que revelan a los aficionados que la tierra no está hecha para ellos.