Probablemente sería fácil instruir a las mujeres para que considerasen a los hombres primero como objetos sexuales. Si las chicas nunca experimentasen la violencia sexual… si la única ventana a la sexualidad masculina que tuviesen fuese una corriente de imágenes simples, fácilmente accesibles y bien iluminadas de muchachos algo mayores que ellas, cercanos a los veinte, sonriendo con gesto alentador y mostrando penes erectos y juguetones de color rosa o moca, podrían mirar la pornografía de la belleza en torno al cuerpo masculino, masturbarse con ella y, ya adultas, «necesitarla». Y si esos penes iniciáticos se representasen ante ellas como neumáticamente eréctiles, sin movimientos a derecha e izquierda, con sabor a canela o a moras silvestres, libres de vello y siempre dispuestos; si junto a esas imágenes se presentasen sus medidas, longitud y grosor con gran exactitud; si pareciesen estar a su alcance sin ir acompañados de una personalidad difícil; si darles placer a ellas fuese la única razón de su existencia... en tal caso, es probable que un muchacho de verdad pudiese aproximarse a la cama de la joven con, por lo menos, un corazón vulnerable.