Se había alzado desde su lecho de muerte para alcanzar una santidad secular, y a los norteamericanos se les hacía la boca agua ante la idea de proclamarlo su héroe. Era alguien a quien el país podría alabar, y del que podría enorgullecerse: un hombre que pasaba por una odisea como las que atravesaban los héroes clásicos, en la que se daban cita todos los elementos de la típica historia del «chico-que-hace-el-bien». Ya no era solo que los pacientes norteamericanos de cáncer pudieran vencer su enfermedad, sino que con el tiempo se darían cuenta de que podían ganar a esos malditos franceses en su propio terreno de juego, el Tour de Francia. Armstrong acabaría convirtiéndose en alguien que le había dado patadas al cáncer, que le había dado patadas a los franceses, y que le había dado patadas a todo el que se ponía en su contra, y los americanos siempre sienten debilidad por un tipo duro con un toque solidario