El día de la boda había llegado. Alexander esperaba frente al altar a su futura esposa; a su lado, su tía ejercía de madrina; se había mostrado tan contenta y feliz por él, que se había sentido un poco culpable de que todo fuera una farsa. El órgano de la iglesia empezó a tocar los acordes de la Marcha del príncipe de Dinamarca, y Alex giró para esperar la entrada de Gabrielle.
Inglaterra, 1870. Lord Alexander Collingwood ha heredado recientemente el condado de Kent. Esas tierras son lo que más le importa, pero deberá deshacerse de ellas: están usurpadas por las deudas que su padre sembró, y ya no puede mantenerlas. Solamente se le ocurre una manera de poner a salvo el patrimonio amenazado: casarse con alguna joven de familia burguesa sin linaje que le aporte una buena dote.
Gabrielle Fergusson es hija de un acaudalado comerciante; a los ojos de casi todos aparece como una muchacha superficial, solo preocupada por los vestidos, los bailes y la coquetería, aunque perdidamente enamorada de Alexander. Si bien lord Collingwood detesta la frivolidad, todo la señala como la candidata perfecta.
Cuando él, desesperado, pide la mano de Gabrielle sin que ella sospeche que es porque necesita la dote, queda todo servido para que la autora nos traiga una nueva versión de la batalla de los sexos. En medio de una convivencia forzada, de un matrimonio que no han elegido, tendrán que probar cuánto pueden acercarse, cuánto acortar la brecha que los separa.