«Sin Iglesia, sin referencia a una autoridad objetiva, la falsedad se consideraba el peor de los males. Y casi tan mala como la falsedad era la obediencia ciega. ¡Ambas estaban terminantemente prohibidas! Por eso, nuestro padre enfrentaba mi resistencia con una paciencia infinita. Cuando me resistía a hacer algo, no se me respondía con una orden, sino con la explicación de por qué era razonable hacer lo que me decían».