Hay algo que me cuesta, que no deja de requerir de mí siempre los mayores esfuerzos: comprender que es muchísimo más importante saber cómo se llaman las cosas, que lo que las cosas son. La creencia en la reputación, el nombre, la apariencia, el valor, el peso y la medida habituales de una cosa —que en un principio fueron algo erróneo y arbitrario que cubrió a la cosa como tina capa totalmente extraña a su naturaleza e incluso a su epidermis—, la creencia en todo esto, digo, transmitida de generación en generación, se fue convirtiendo en el cuerpo de esa cosa en solidaridad de algún modo con su crecimiento más íntimo; ¡la apariencia primitiva acaba siempre convirtiéndose en la esencia y actuando como tal! ¡Qué locura supone pretender que bastaría denunciar ese origen, ese velo nebuloso de la ilusión para aniquilar ese mundo que consideramos esencial y al