A nadie sorprendió que Teresa, la novena hija de unos padres que vivían intensamente su fe, abrazara, como cuatro de sus hermanas, la vida religiosa. Huérfana de madre desde muy corta edad, con catorce años decidió ingresar en el Carmelo, lo que requirió un permiso extraordinario. Su tenacidad, su sencillez, su capacidad para encontrar a Dios en las pequeñas cosas, su confianza en el Padre a pesar de las dificultades familiares, su dimensión misionera, su aceptación de la enfermedad y de la propia muerte, que acaeció en 1897, a los 24 años de edad, la llevaron a la canonización en 1925 y a ser declarada doctora de la Iglesia en 1997.