El arte no es una esfera autónoma de la vida social; no es independiente de cómo los seres humanos viven, se organizan y piensan otros aspectos de su existencia. Pero el arte tampoco es reducible al resto de cuestiones sociales; tiene una especificidad. ¿Cómo se produce esta autonomía relativa? ¿De qué manera el arte depende de procesos que a priori parecen extraartísticos pero que contribuyen a definirlo? En la presente publicación, estas inquietudes toman respuesta concreta en torno a una etapa histórica particular: ese momento de la segunda mitad del siglo XX en el que el muralismo mexicano, que tanto peso había tenido a nivel nacional e internacional, queda relegado al reconocimiento histórico, pasado, sin apenas ya posibilidad de erigirse como una práctica artística vigente. Debido a cuestiones económicas, políticas e ideológicas generales, el campo artístico mexicano llevaba tiempo reorganizando su estructura, lo que dio lugar a la aparición de ese grupo de artistas llamado «generación de la ruptura». Al analizar esta rearticulación del campo, se puede ver a la lucha de clases –con el sigilo que a veces la caracteriza— haciendo presencia en el remoto terreno del arte.