en aquella ocasión, vi nítidamente a las madres de familia del barrio viejo. Eran nerviosas, eran condescendientes. Callaban con los labios apretados y los hombros caídos o proferían insultos terribles a los hijos que las atormentaban. Se arrastraban flaquísimas, con ojos y mejillas hundidas, o traseros anchos, tobillos hinchados, pechos pesados, las bolsas de la compra, los niños pequeños aferrados a sus faldas pidiendo que los auparan. Santo Dios, tenían diez, como mucho veinte años más que yo. Sin embargo, parecían haber perdido los rasgos femeninos que tanto nos importaban a nosotras, las muchachas, y a los que sacábamos partido con la ropa, el maquillaje. Habían sido devoradas por el cuerpo de sus maridos, de sus padres, de sus hermanos, a quienes terminaban por parecerse cada vez más, a causa de las fatigas o la llegada de la vejez, de la enfermedad. ¿Cuándo empezaba esa transformación? ¿Con las tareas domésticas? ¿Con los embarazos? ¿Con las palizas? ¿Lila se deformaría como Nunzia? ¿De su cara delicada surgiría Fernando, su paso elegante se transformaría en los andares de Rino, piernas abiertas, brazos separados del torso? ¿Y mi cuerpo también se estropearía un día dejando surgir no solo el de mi madre sino el de mi padre? ¿Y todo lo que aprendía en el colegio se esfumaría, dejando que el barrio volviera a prevalecer, las cadencias, las formas, todo se mezclaría en un fango negruzco, Anaximandro y mi padre, Folgóre y don Achille, las valencias y los pantanos, los aoristos, Hesíodo y el lenguaje perverso y soez de los Solara, como por lo demás le había ocurrido a lo largo de los milenios a la ciudad, cada vez más indecorosa, cada vez más degradada?