En 1990 Argentina eliminó a Italia del Mundial, nada menos que en el Estadio San Paolo. El drama rebasó a los cronistas de la Gazzetta dello Sport y parecía reclamar un libreto de Puccini. El Espartaco del sur luchaba contra las huestes de la Roma imperial. En Nápoles, Argentina parecía una Italia más genuina. La ópera se resolvió en penales. Cuando Maradona se dispuso a tirar el suyo, los napolitanos no pudieron silbarle; soportaron el ultraje en silencio: la pelota rodó, lenta, perfecta, inalcanzable. Los napolitanos aplaudieron, con lágrimas en los ojos, en franco suicidio emocional.