Quien se sumerge en un laberinto adquiere de sí la percepción de sí como lo ajeno, una dificultad más para intentar algún algoritmo o sueño con el que pretender la salida, porque la amargura de no alcanzarse constantemente apenas permite caminar por sus vericuetos, y en un laberinto no se encuentran lugares de descanso o acogida; proseguir siempre constantemente impelido, a la intemperie, caracteriza la intensa opacidad de sus paredes y la angostura; en ocasiones no se puede caminar de frente.
Ahí estás, dentro, sin aquí o allí, en la espesura de un continuo comienzo.
Y en el laberinto habita el Minotauro. En todos los laberintos habita el Minotauro. En su centro.
Y el Minotauro come carne de mujer