Un futuro anterior

Lo mejor de vivir con un niño de esa edad es que uno vuelve a recorrer la película de su vida, pero ahora como espectador.

Nadie tiene el control pleno de lo que escribe ni de lo que dice. La vida personal se filtra siempre, aunque en apariencia estemos hablando de otra cosa.

Vivir en pareja obliga a pequeñas renuncias –el derecho imprescriptible a estar en silencio cuando queremos, disponer de los ambientes con un cierto desparpajo, abandonarse a una forma primitiva del desorden– y a grandes concesiones.

Un momento extraordinario de la lectura sucede cuando encontramos las palabras para expresar un sentimiento muy simple que, sin embargo, había permanecido innombrable hasta ese momento

en el ayer de mi hija (que es hoy).

Y así, en un ayer que es hoy, en un hoy que sin dudas ya es mañana,

Es muy impresionante cómo un diálogo mínimo, ocurrido en el lejano país de la infancia, se puede prolongar en nuestra memoria anímica. Me inquieta saber que mi hija está generando, en hechos banales y cotidianos, recuerdos así de duraderos.

Yo, terco, autorreferencial, trato de infundirle el gusto por la música que a mí me marcó,

una playlist con las cincuenta o cien canciones que fueron determinantes cuando teníamos veinte años.

–Lo que estás haciendo es muy peligroso –le comuniqué, con la gravedad con la que hay que revestir una declaración de esa naturaleza.

–¿Por qué peligroso?

–Porque todas estas son canciones que quizás no se puedan volver a escuchar. Son emociones que hay que preservar del tiempo, de la erosión de la vida cotidiana. Son canciones que estamos a punto de quemar. ¿Las queremos quemar ahora, todas juntas?

Lo hicimos, y fue hermoso.

La pareja es la forma superior de la ficción, un cuento que nos contamos todos los días y que alguna gente, incluso, pone entre dos tapas –la libreta matrimonial– para darle la forma de una novelita.

Giorgio Agamben, en Infancia e historia, ya dijo que «los niños, esos ropavejeros de la humanidad, juegan con cualquier antigualla que les caiga en las manos y el juego conserva así objetos y comportamientos profanos que ya no existen». Cuando juegan, entonces, los niños traen de nuevo un pasado perdido y lo presentifican: ese también es un futuro anterior con el que convivimos.