Señorita: no sois culpable a mis ojos porque no me amáis, sino porque habéis consentido que yo creyera que me amabais; este error va a costarme la vida, y que si os lo perdono a vos, no me lo perdono a mí. Dicen que los amantes felices cierran los oídos a las quejas de los amantes desdeñados; pero como vos no me amabais, no pasará eso con vos, sino que me escucharéis con ansiedad. Estoy seguro que de haber insistido yo para con vos para trocar vuestras amistad en amor, hubierais cedido temerosa de acarrearme la muerte o de aminorar la estima en que os tenía; pero prefiero morir sabiendo que sois libre y dichosa. ¡Cuánto vais a amarme cuando ya no tengáis que temer mi mirada ni mis reproches! Me amaréis, sí, porque por muy encantador que os parezca un nuevo amor, Dios en nada me ha hecho inferior a aquel a quien habéis escogido, y porque mi devoción, mi sacrificio, mi doloroso fin, me aseguran a vuestros ojos una superioridad segura sobre él. En la sencilla credulidad de mi corazón, he dejado escapar el tesoro que en mis manos tuve; ni falta quien me diga que vos me amábais lo bastante para llegar con el tiempo a amarme mucho. En verdad, esto dulcifica mi amargura y hace que vea en mí mi único enemigo.
Recibid este último adiós, y agradecedme el que me haya refugiado en el inviolable asilo donde todo odio se extingue, donde perdura el amor.
Adiós, mi señorita, y estad segura de que si con mi sangre pudiese yo labrar vuestra dicha, os la daría hasta la última gota, puesto que la sacrifico a mi desgracia.