Leiber estaba preparado para responder:
—¿Quién está más en paz, más soñadoramente contento, cómodo, descansado, alimentado, sin molestias, que un niño aún no nacido? Nadie. Flota en una maravilla de alimento y silencio, soñolienta, intemporal. Luego, de pronto, se le dice que ha de dejar su habitáculo, se lo obliga a salir, se lo empuja a un mundo ruidoso, descuidado, egoísta, donde tiene que moverse a sí mismo, cazar, alimentarse de la caza, buscar un amor perdido que antes era su derecho incuestionable, enfrentarse con la confusión en vez del silencio interior y el sueño preservador. ¡Y el niño siente odio! Odia el aire frío, los espacios inmensos, la pérdida repentina de las cosas familiares. Y en el minúsculo filamento del cerebro lo único que el niño conoce es egoísmo y odio, pues le han destrozado aquel encantamiento. ¿Quién es responsable de este desencantamiento, de esta ruptura brusca? La madre. Y la mente irracional del niño encuentra así alguien a quien odiar. La madre lo ha echado afuera, lo ha rechazado. Y e