“Bienvenidos a Oventic”, exclamó Ramiro, nuestro chofer, oriundo de otro pueblo de la región de las Cañadas. Y, en efecto, eso parecía ser todo Oventic: las casuchas se amontonaban sobre el árido paisaje sin ningún orden, como si el calor impidiese toda simetría. Ni siquiera valía la pena preguntar si había luz eléctrica o agua corriente; para satisfacer sus necesidades, los dos mil habitantes de la comarca necesitan caminar durante media hora hasta un ojo de agua que sólo dios sabe por qué no se ha evaporado. Incluso los niños y los ancianos parecían acostumbrados a su destino: aunque suene a lugar común, en los rostros de cada uno de ellos relucía una sonrisa mustia, como si no estuviesen al tanto de la marginación que sufren desde hace cinco siglos.