Fue en el tiovivo. Tú montabas un caballo rosa, yo uno amarillo. Ibas dos caballos por delante de mí, y desde el momento en que te subiste a la silla yo quise acortar distancias para decirte hola.
»Dimos vueltas y vueltas, y seguí esperando a que mi caballo avanzara. Pensé que sabía cuál sería el mejor momento y esperaba que llegara. Subías y bajabas, y yo te seguí, te seguí. Me dije que la oportunidad no llegaría nunca. Pero entonces, como por arte de magia, la ciudad entera se quedó sin luz. Todo estaba oscuro, totalmente oscuro. Se paró la música, y solo se oían los latidos de los corazones. Latidos. No te veía, y temí que te hubieras ido. Pero justo en ese instante la luna asomó entre las nubes. Y ahí estabas. Bajé del caballo al mismo tiempo que tú. Giré a la derecha y tú a la izquierda. Nos encontramos a medio camino.
—¿Y qué dijiste?
—¿No lo recuerdas? Te dije: «¡Qué noche tan bonita!». Y tú dijiste: «Estaba pensando lo mismo».
Mientras podamos inventar, ¿quién necesita algo más? Mientras podamos coincidir en una mentira mágica y ser felices, ¿qué más se puede pedir?
—Te amé desde ese mismo momento —digo yo.
—Te amé desde ese mismo momento.