Una cosa es el realismo mágico y otra muy distinta la pedagogía teratológica. Pavlov educó a su perro con el condicionamiento clásico, pero yo fui un niño educado con el condicionamiento terrorífico. Si mentía, le apretaba la corona de espinas al Cristo de la cómoda. Si no rezaba, atormentaba a las ánimas del purgatorio. Si decía una mala palabra, podía venir el diablo para abofetearme. Por eso en Lima había tantos terremotos: demasiados pecadores, demasiadas ofensas, demasiados barrabases. Una vez nos pilló un temblor en casa de abuela y jamás olvidaré cómo fuimos obligados a ponernos de rodillas para rezar a gritos: «¡Aplaca Señor tu ira, tu venganza y tu rencor!». Todos esos terrores seguían vagando por mi memoria hasta que los convertí en las perlas negras de Ajuar funerario.