El derecho a la ciudad no es una propuesta nueva. El término apareció en 1968, cuando Henri Lefebvre escribió El derecho a la ciudad tomando en cuenta el impacto negativo sufrido por las ciudades en los países de economía capitalista, con la conversión de la ciudad en una mercancía al servicio exclusivo de los intereses de la acumulación del capital. Como contrapropuesta a este fenómeno, Lefebvre construye un planteamiento político para reivindicar la posibilidad de que la gente vuelva a ser dueña de la ciudad. Frente a los efectos causados por el neoliberalismo, como la privatización de los espacios urbanos, el uso mercantil de la ciudad, el predominio de industrias y espacios mercantiles, se propone esta perspectiva política.
Tomada por los intereses del capital, la ciudad dejó de pertenecer a la gente, por lo tanto Lefebvre aboga por «rescatar al ciudadano como elemento principal, protagonista de la ciudad que él mismo ha construido». Se trata de restaurar el sentido de ciudad, instaurar la posibilidad del “buen vivir” para todos, y hacer de la ciudad «el escenario de encuentro para la construcción de la vida colectiva”. Esta vida colectiva se puede edificar sobre la base de la idea de la ciudad como producto cultural, colectivo y, en consecuencia, político.
La ciudad es un espacio político donde es posible la expresión de voluntades colectivas, es un espacio para la solidaridad, pero también para el conflicto.