Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos; Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda también de cuentos, y quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del limbo creativo en que estaba encallado.