Un día, cuando no había nadie en casa, entré en el cuarto de costura de la parte trasera de la planta baja. Toqué la colección de telas de la abuela, los botones relucientes, los hilos de colores.
Primero se me derritieron la cabeza y los hombros, luego las caderas y las rodillas. Poco después era un charco que impregnaba los bonitos estampados de algodón. Empapé la colcha que la abuela dejó sin terminar y oxidé las piezas metálicas de su máquina de coser. Me convertí en una pura fuga de líquido, y lo fui durante una o dos horas. Mi abuela, mi abuela. Se había ido para siempre, aunque yo olía su perfume de Chanel en las telas.
Mamá me encontró.
Me obligó a actuar con normalidad. Porque era normal. Porque podía serlo. Me dijo que respirara y me incorporase.
Y le hice caso. Otra vez.