Luchar por la calle

La máxima prioridad de cualquier ciudad debería ser la seguridad física y psicológica de las personas que circulan por la calle. La muerte de centenares de personas en las calles de una ciudad se consideraría una crisis sanitaria en cualquier otro ámbito.

En muchos aspectos, la violencia vial se contempla como si fuese un fenómeno meteorológico: un suceso transitorio potencialmente molesto sobre el cual no tenemos ningún control. Incluso la palabra accidente quita hierro al impacto de esas muertes y encubre sus causas y nuestra responsabilidad de acabar con ellas. Un examen más atento de cada incidente revela factores humanos específicos que han contribuido directamente a él y hacen injustificable el uso del eufemismo accidente. Son muertes prevenibles.

En estos momentos, 194 ciudades de todo el mundo, sobre todo latinoamericanas y asiáticas, cuentan con sistemas de buses rápidos, que trasladan a 32 millones de pasajeros diarios y cubren un total de más de 50.000 kilómetros

La popularidad de los buses rápidos se ha disparado desde la década de los setenta, cuando Jaime Lerner, el alcalde de Curitiba, en Brasil, estableció una red de autobuses que circulaban por carriles separados cuyos pasajeros compraban el billete en unas plataformas con una función semejante a los andenes de una estación.

Sin embargo, en el siglo XXI los autobuses han dejado de ser un medio de transporte de último recurso para convertirse en el metro de superficie en ciudades de todo el mundo, tan rápido y fiable como los trenes y más práctico y económico que un coche.

Las calles deberían ser sobre todo seguras y fáciles de utilizar independientemente de la edad y las capacidades de cada persona.

El apasionamiento es palpable, los ciclistas como colectivo suscitan una indignación y frustración más intensas que cualquier otro de los usuarios de la calle. Sin embargo, esa indignación y frustración yerran el blanco. Aunque los ciclistas puedan molestarnos, irritarnos o incluso aterrarnos y aunque su presencia en mayor número pueda causar más «casi colisiones», ellos protegen a los peatones de la amenaza muchísimo mayor que representan los conductores. Cada día, noventa ciudadanos estadounidenses acaban en la morgue como resultado de una colisión con un coche, no con una bicicleta.

Si las autoridades están sinceramente convencidas de que sus calles son tan peligrosas como para tener que obligar a la gente que circula en bicicleta a usar armadura, en vez de imponer esa norma deberían proceder de inmediato a rediseñar esas calles para hacerlas más seguras, de manera que, de entrada, nadie necesite protección.

Hacía tiempo que habíamos descubierto que, cuando descendemos al terreno de la física básica para averiguar qué es lo que mejora la seguridad de la gente, la respuesta está en el diseño de la calle y no en lo protegida que llevemos la cabeza

Ambas nociones de seguridad —frente al tráfico y frente a la delincuencia— se ven favorecidas por un mismo elemento: la presencia de gente y sus miradas en la calle. Unas aceras muy concurridas actúan como un freno sobre la criminalidad. La presencia de un mayor número de personas en las calles —incluidas las que circulan en bicicleta— genera seguridad de grupo, un sistema humano de indicadores, señales y signos.