Cómo dejar de escribir

Me acuerdo de cuando no pasaba nada.

Escribir, eso sí. Escribir y escribir y escribir. La puta literatura. Qué aburridos, qué estreñidos, la verdad. Qué poca sangre, los escritores. No te fíes de nadie que tiene la misma cara borracho que sobrio, Renfo. «Si sales de la pena saldrás de cualquier cosa», eso le dije. De cualquier cosa. Dímelo a mí.

Claudia, que me miraba o me veía por primera vez con una mirada de «vamos al grano», una mirada que se salta el discurso y todo lo superfluo, una mirada americana.

–Así que en la casa de Quiñones –dijo en voz baja. La oí perfectamente. Un cañón de silencio entre las otras voces.

–Ven cuando quieras –dije.

–Claro que sí.

Cambió los muebles del salón, el televisor, un sofá lo colocó mirando hacia la puerta de manera que pudiera controlar la entrada principal y la cocina y el arranque de las escaleras. Compró una cafetera Nespresso, enorme, carísima. No estaba nunca en casa.

Me acuerdo de cuando no pasaba nada. Me acuerdo de aquella edad de oro, esa convalecencia, los desayunos descongelados del burger, las tardes en sesiones dobles de películas malas de instituto y las noches, las noches de cuarenta horas, cincuenta horas huecas como el túnel de la risa, sesenta horas escribiendo sobre el gran Ronaldo, setenta horas de medianoche sólo interrumpidas por alguna llamada al móvil, un Nokia del noventa y tantos que sólo encendía un par de minutos al día, de madrugada, para comprobar de la que me había librado.

Después de la muerte viene el olvido.

En esa casa escondo la promesa de un pasado.

Al acabar la película fui al baño. Alguien había escrito esto con un rotulador:

Una calle que va de norte a sur

Una calle que va de este a oeste

7 hombres

83 mujeres

Así es la vida.