En el Volkswagen de Emilio, camino al teatro, todavía tuvo que soportar besuqueos y trueques de almíbar en cada semáforo. Su incomodidad no cesó hasta que se apagaron las luces y empezó la función. Si de todos modos iba a ser espectador, prefería el drama del escenario al meloso videoclip de sus amigos. La obra se llamaba Traición y el tema era bastante manido —un triángulo amoroso— pero con la rareza de que la intriga retrocedía en lugar de avanzar. Aunque los cambios de tiempo eran desconcertantes, y aunque Ofelia Medina lo encandilaba con su belleza, Guillermo estuvo atento a la obra casi media hora. Ni un minuto más, porque de pronto Clara, que tenía calor y se abanicaba el pecho con el programa de mano, empezó a rasparle la pantorrilla con la punta de su tacón izquierdo. Al principio creyó que se trataba de un tic nervioso y retiró la pierna con enfado porque no podía soportar, deseándola tanto, la limosna de un roce involuntario. Pero Clara estaba consciente de lo que hacía y no cejó en el pedestre asedio, llegando al extremo de quitarse el zapato para incursionar pantalón adentro con su pequeño y cínico pie.
Al terminar la función, cuando Emilio fue a pagar el estacionamiento, hicieron cita para el día siguiente en casa de Clara. Pasaron el mejor domingo de sus vidas, amándose hasta ver constelaciones a ras de suelo. El lunes Guillermo encontró a Emilio en la facultad y no le pudo sostener la mirada. La culpa se había aposentado en su alma.